Rojiza
penumbra, en casa de Claude se fue haciendo de a poco, sin darme
cuenta, con imágenes y sensaciones (con la música de Erik Satie,
que las acompañaban). Hasta que la lectura de un libro, que trataba
sobre los mitos alrededor de la creación del andrógino, me dio el
argumento. Quise entonces probar los sentimientos que, desde la
masculinidad, podría yo misma haber vivido en la época en la que,
recién llegada a Europa, deambulaba y me perdía descubriendo
asombrada París. Para ello volví a una escena congelada en mi
memoria:
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Isadora Duncan revolucionó la danza con sus pies
descalzos y las túnicas,
que exhibían libremente las
formas de su cuerpo.
La lectura de Mi Vida de
Isadora Duncan -hecha durante la larga travesía en barco, desde
Buenos Aires- rondaba mi pensamiento cuando me encontré, de pronto,
en frente mismo de la Akademia, fundada por Raymond Duncan -bailarín,
actor, escultor, poeta... hermano de Isadora. Entré. Se exponían
allí fotografías de la bailarina, objetos y un decorado que había
servido de fondo para sus danzas. La exposición era pobre,
descuidada, parecía que los objetos, trasladados desde un desván,
los habían colgado, siguiendo un orden azaroso, sobre los muros
deslucidos. Allí había también otro espacio, una pequeña sala de
teatro donde se estaba celebrando un acto de homenaje a Isadora,
muerta 48 años antes, en 1927. El ambiente estaba impregnado por ese
inconfundible olor a humedad y papel viejo de los espacios donde el
tiempo se detiene, y acompañaba al silencio que precedía el
espíritu de Isadora, evocado por un manto (que, probablemente, le
había pertenecido) sobre el que se había depositado una corona de
rosas. El público y los artistas, que se sucedían en el homenaje,
eran tan extraños como todo el lugar. Entonces ignorante de toda la
historia de amor y de dedicación de Raymond Duncan y su familia en
pos de la recreación de la vida y la cultura de la Grecia clásica,
la visión de quien creí la anfitriona me resultó casi una
aparición. Una escultura en movimiento, aunque, ella sí, sacada de
la eternidad del mármol vivía en su cuerpo envejecido y regordete.
O al menos es lo que me dio a imaginar, desde el envoltorio de sus
tejidos y el manto que arrollaba, con gracia, a uno de sus brazos. ¿O
quizás no era tan anciana? y así la veía yo desde la mirada de mis
veinte y pocos años. Se celebraba, probablemente, el cumpleaños de
Isadora: 27 de mayo, pero en mi memoria la escena aparecía unida a
la manifestación del Día de los trabajadores, 1º de mayo. Paralela
a esa escena, surgida de otra dimensión, aparecía la calle, París
tomada por un desfile de banderas rojas y negras llevadas por
estudiantes, por obreros, por mujeres que elevaban estandartes
violetas... la algarabía, la vida, mientras que en aquel espacio de
la 31, Rue de Seine, el tiempo se había detenido.
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La familia Duncan: Raymond, con Penélope y
Menalkus
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Me
quedé fascinada por el descubrimiento, y volví con frecuencia, ya
que entonces vivía no muy lejos, frente a la iglesia de Saint
Sulpice en el 84 de la rue Bonaparte. La Akademia, inexorablemente,
fue borrándose, hasta que ya no estuvo más allí, no sé cuándo ni
cómo desapareció. Y durante muchos años, ni siquiera una placa
recordaba a ese espacio donde Raymond Duncan había dejado lo mejor
de su creatividad y de sus sueños, hasta llegué a pensar que yo
misma la había inventado, porque mis amigos parisinos no la
recordaban; sólo Mme. Godefroy, vecina del barrio y amante de su
historia, dio razón a mi memoria. Mucho después, ya en Barcelona,
hice un dibujo recordando al personaje vestido a la griega.
Hasta
que surgió la idea de escribir todo aquello. Entonces recuperé la
escena en París y ubiqué a mi personaje, Daniel Villalba, un
argentino recién llegado que acaba de participar en una gran
manifestación que conmemora el 1º de mayo… y se encuentra, de
pronto, con el espectáculo de ese otro tiempo que se sigue
sucediendo en la Akademia. A diferencia de lo que yo viví realmente,
cuando descubrí la verdadera Akademia, la fundada por Raymond
Duncan, Daniel se integra en aquel ambiente al cual yo sólo me
atreví a observar. Ese es el comienzo de Rojiza Penumbra.
Pero
allí también aparece la figura de Oscar Wilde, vecino del barrio,
su último año de vida se sucedió a pocos metros del lugar donde,
años después, se abriría la Akademia, en el hotel de la rue des
Beaux Arts.
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Dibujo
del personaje visto en la Akademia.
¿Quién era? ¿Acaso
Menalkus, a quien yo confundí con una mujer?
Pero
hace unos pocos años vi que habían colocado, al fin, una placa,
aunque la fecha de la existencia de la Akademia es errónea,
1929-1966 (la hacen coincidir con la muerte de Raymond Duncan), ya
que la escena que viví ocurrió en 1975 y es probable que la
Akademia haya sobrevivido a su fundador, al menos, diez o doce años
más. En la placa se menciona su existencia, precedida por la
noticia de que Aurore Dupin, George Sand, también ocupó en ese
inmueble.
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31, rue de Siene, Paris (2009)
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